martes, 20 de febrero de 2007






EL IMPOSTOR



Al fin, don Víctor Heredia, terminó de firmar los últimos documentos que ponían fin a quince años de infeliz matrimonio. El abogado de ella, un hombrecillo de tez oscura, bigote ridículo y mirada inquisidora, asintió con satisfacción, pues había logrado sacar una muy buena tajada para su cliente y ahora, exconyuge de don Víctor.
—¿Eso es todo?—, preguntó la mujer que también había terminado de estampar su firma en el mismo documento.
—Así es señora, dijo el “abogadillo” de marras.
Don Víctor, mientras tanto, contemplaba a su ex mujer con una cierta melancolía. A pesar de todo, luego de quince años de convivencia marital, una persona se llega acostumbrar a la otra, a sus manías, a sus devaneos, a sus pequeños vicios. Pero ahora, al verla ahí, firme y dura en sus expresiones, como si nunca hubieran compartido un lecho o los sueños en común con que empezaron su relación, le pareció estar viendo a otra mujer, una impostora que tomara el lugar de su esposa, alguna vez, en algún momento.
—Me imagino que ya estarás contentó—dijo ella, al tiempo que interrumpía bruscamente las cavilaciones de su ex esposo. El la miró extrañado.
—Contento no, sólo resignado, dijo él a modo de respuesta. Luego, respirando hondo, agregó, no te podrás quejar, te quedas con gran parte del negocio, la casa de la playa y uno de los autos. Es mucho más de lo que me imagino esperabas recibir.
Ella esbozó un gesto de asombro.
—Si que eres fresco, dijo, te quedas con lo mejor parte de la torta, la casa…
—¡Ah, si, la casa, dijo él en tono melancólico…
—Y con Dogo…añadió la mujer con cierta malicia.
—Claro, con Dogo, el único fiel amigo que me queda en este mundo, sentenció Víctor sacudiendo la cabeza y batiendo las manos en muestra de resignación.
Una hora más tarde, sentado frente al volante de su vehículo, se deslizaba veloz por la autopista a Pimentel.
En su mente reinaba la tristeza, pero también el temor a la soledad. A sus cuarenta años, era un hombre adaptado a un molde, a un esquema de vida, el mismo que ahora, por circunstancias que escapaban a su comprensión, se había quebrado en mil pedazos. Todo aquello que había construido en veinte años de tenaz esfuerzo, se había derrumbado estrepitosamente. De nada valieron sus ingenuos esfuerzos por retener a la única persona que le daba sentido y estructura a su existencia. Hubiera podido perdonar hasta sus infidelidades y de alguna forma, cuando no mencionó aquello, que pudo haber inclinado la balanza patrimonial a su favor en el divorcio, quiso demostrarle a ella que aún era un hombre de principios y que, de alguna forma, la amaba a pesar de todo. Pero ella nunca le dio la oportunidad de demostrarle lo que era sentir amor realmente. Ni ahora, ni nunca.
Cuando abrió el portón electrónico de su casa de campo, por un momento apoyó la cabeza sobre el volante al tiempo que unas tenues lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas. Luego, retomando ánimo entró con su vehículo, estacionándose frente a la puerta principal.
Le esperaba María, la humilde empleada encargada de la limpieza y la cocina.
—Buenas tardes señor, dijo con temeroso saludo
—Buenas tardes María, por favor me llevas el almuerzo a la biblioteca, voy a trabajar hasta muy tarde.
—Si señor.
Víctor elevó la vista hacia la lujosa construcción. Era una casa enorme, levantada sobre más de mil metros cuadrados, rodeada por más de una hectárea de campo, con árboles y flores por doquier.
La casa en si era de estilo moderno, aunque Víctor siempre se enorgullecía de haber incluido ciertos aires clásicos dentro de ello, como era el hecho de poseer techos elevados, pues él era de la idea que así los ambientes estaban mejor oxigenados, cosa que contrarió severamente el gusto de su mujer en aquel tiempo.
La casa sólo tenía dos pisos, pero sobriamente distribuidos. En el primero se encontraba, el hall, la sala principal, la biblioteca, el comedor, la cocina y dos baños. En el segundo se encontraban cinco dormitorios. Luego, cuando los años pasaban y los hijos no llegaban, Víctor vio como absurdo tener tantos cuartos vacíos y la casa se hizo enormemente desoladora.
Por esos corredores, por esas habitaciones, sólo paseaba la tristeza reflejada en el eco que el vacío genera.
Unos minutos después y luego de un reparador baño, Víctor Heredia se hallaba sentado, frente a su escritorio en la biblioteca. María entró entonces con una charola portando el almuerzo. La colocó delicadamente en un lado del escritorio, mientras Víctor, indiferente, revisaba unos documentos. A decir verdad no tenía apetito, sólo deseaba entretenerse en algo, quizás, al revisar sus viejos manuscritos encontraría la escapatoria necesaria a ese crucial momento.
Así transcurrieron los minutos, luego las horas. De repente, Víctor se despertó. Se había quedado dormido sobre el escritorio. La charola permanecía intocada y sintió la necesidad de beber un vaso de agua. Llamó a la empleada, pero ésta no contestó. «Demonios, pensó, tengo que hacerlo todo yo solo». Se incorporó y si dirigió a la cocina. Para sorpresa suya el grifo del agua estaba abierto y ya había empezado a rebalsarse. Víctor volvió a llamar a María, pero tampoco respondió. La empezó a buscar por el resto de la casa, llamándole, casi gritándole, pero sólo obtenía el silencio como respuesta. Pudo entonces percibir que algo extraño flotaba en la atmósfera. Una sensación que inexplicablemente le envolvía, densa e inextricable.
Decidió buscarla en el patio interior en donde se hallaba también el cuarto de ella. Miró primero a través de la enorme mampara de vidrio, pero observó que toda la parte aquella estaba sumida en la oscuridad. Tentó los interruptores, pero estos no respondían. Regresó entonces a la cocina a buscar una linterna y de repente le pareció ver una sombra que se escurría hacia la sala.
—María... ¿Eres tú?, inquirió mientras se dirigió a ver que era. Encendió las luces de la sala, pero no había nadie. Decidió entonces regresar a la cocina, cuando sintió unos rasguños tras el sofá.
— ¡Quién anda ahí!, Demandó amenazadoramente, al tiempo que cogía instintivamente un candelabro y se acercaba con suma precaución. De repente, un enorme bulto salió detrás del sofá y se abalanzó sobre él haciéndole perder el equilibrio y caer en el piso.
— ¡Por un demonio, Dogo, que diablos haces aquí!—, exclamó, al tiempo que se ponía en pie nuevamente sacudiéndose la ropa. A su lado, un enorme perro pastor alemán, parado en sus patas traseras le pedía ansioso que le haga cariños.
— Ya basta Dogo, ya cálmate... pero, buena sorpresa que me has dado… aunque, pensándolo bien eres el único que se alegra de verme, dijo Víctor al tiempo que acariciaba la cabeza del animal. Bien, vamos a buscar a doña María, a ver donde se ha metido.
Amo y perro se encaminaron entonces por la linterna y luego, se dirigieron al patio trasero a buscar a la empleada. Cruzaron por el jardín en donde un suave aroma a rosas y jazmines perfumaba la noche. En el cielo, una menguante luna se escondía entre los densos nubarrones. Al llegar a la habitación de María encontró que la puerta de ésta se hallaba semiabierta. Volvió a llamarla, pero nadie le contestó. Empujó entonces la puerta e iluminó el interior del cuarto, no viendo nada extraño por lo que decidió regresar a la casa. «Confirmado, no está en la casa… ¿Pero adónde habrá ido esta chica y a esta hora? ¿Por qué no me avisó que iba a salir?», iba pensando mientras emprendía el camino de regreso.
Se disponía a reingresar a la casa, cuando de repente, con la luz de la linterna rasgó uno de los extremos del jardín que se hallaba ubicado hacia el ala izquierda, notando un bulto extraño. Se acercó intrigado y cuando ya se hallaba a unos pocos pasos, se percató que se trataba del cuerpo de la empleada, pues la reconoció por el uniforme que llevaba puesto.
— ¡Dios mío!, exclamó y apresuró el paso; en ese momento resbaló con la sangre que había formado un enorme charco alrededor del cuerpo de la chica.
Con la luz de la linterna intentó visualizar más el escenario, pero lo único que podía ver sólo era sangre por doquier. Dogo instintivamente empezó a olisquear el cadáver, por lo que Víctor tuvo que alejarlo de una patada.
No había nada que hacer. La chica evidentemente estaba muerta y sólo quedaba una opción: llamar a la policía. Pero la sola idea de que el hecho se haya producido dentro de su casa no habiendo otra persona, además de la víctima, que él, le hacía inmediatamente sospechoso de homicidio. Eso lo sabía perfectamente, pero igual, tendría que afrontar todo el escándalo y la posibilidad de ser detenido. La otra posibilidad sería recoger el cadáver y arrojarlo en otro lugar, de ese modo, de ser encontrada, él podría argüir que la empleada salió a hacer unas compras y que nunca regresó. Ello le posibilitaría un tiempo prudencial para limpiar el escenario. Pero, luego, meditando el asunto, quedaba una pregunta, la principal, sin resolver: « ¿Quién mató a María, y si lo hizo, cuál fue la razón?». En la casa, las cosas parecían estar en orden, no había muestras de violencia, robo o forcejeo. En consecuencia, Víctor Heredia sólo tuvo una posible respuesta, la misma que le hizo escarapelar el cuerpo. En primer término, quien mató a la muchacha, tuvo que entrar a la casa utilizando una llave, por lo que se trataba de alguien que era también de la familia y la única persona que tenía un duplicado de la llave, era su ex esposa. Ahora bien, por otro lado, quien lo hizo tuvo un propósito expreso: responsabilizarlo a él del crimen. ¿Para qué? «Probablemente, se dijo, lo que ella a obtenido del divorcio aún no le parece suficiente, pues lo que en el fondo siempre amó en su vida, fue la casa, la enorme y bella casa que ahora había quedado en poder de su ex marido».
.Tenía que tomar una decisión y pronto, pues los minutos corrían y si era una trampa como todo parecía indicar, no tardaría mucho en estar allí la policía.
Se decidió entonces por la segunda alternativa. Levantó el cuerpo de la muchacha, la que se hallaba pegoteada por la sangre que ya se estaba coagulando, la puso sobre unos enormes plásticos que tenía en el garaje, envolviéndola toda hasta que tomó la forma de un paquete. La colocó entonces en la maletera de su auto. De nuevo regresó al patio, pero previamente arregló los fusibles que impedían hacer funcionar la iluminación del lugar. Allí pudo notar que éstos habían sido removidos exprofesamente. Provisto de un trapeador, unos baldes con agua, empezó a limpiar el piso donde había estado el cuerpo. Estuvo un buen rato, removiendo la sangre pegoteada. Para ventaja suya, la casa contaba con un sofisticado sistema de drenes, lo que facilitó la tarea de limpieza. Durante todo ese tiempo, el perro le miraba intrigado a prudente distancia, pues no quería ganarse nuevamente una patada.
Una vez que culminó con la limpieza se dirigió presuroso al garaje nuevamente. Se subió a su vehículo y lo arrancó enrumbándose hacia la puerta de salida. Activó el sistema electrónico y cuando ésta se abrió, salió raudo en dirección a la autopista. «A esta hora, podría arrojarlo en alguna de las playas solitarias de la zona», pensaba mientras conducía. De pronto, cuando estaba a punto de entrar a la carretera principal, notó que una camioneta de la policía le seguía muy de cerca. Víctor sudo frío entonces. Se dio cuenta que la trampa se estaba cerrando. Desaceleró un poco para no llamar la atención, esperanzándose de que se tratara de sólo una coincidencia. La camioneta de radiopatrulla, se acercó discreta, casi hasta pasarle. Él, entrecerró los ojos por un momento, pero en ese instante sucedió. A través del altoparlante de la policía, le ordenaron que detuviera el vehículo. «Estoy perdido, se dijo para si».
Se apeó a un lado de la autopista y con él, el carro de la policía. Se acercó entonces un oficial alto, de bigotes con una linterna. Le pidió su licencia de conducir.
—¿Algún problema oficial?, preguntó dándole a su voz un tono de tranqulidad. El policía no respondió, se alejó con el documento y unos segundos después regresó.
—Haga el favor de bajar del carro—ordenó con voz firme. Víctor supo entonces que ya no había nada que hacer. Bajó del carro obedientemente.
—Ahora hágame el favor de abrir la maletera.
Ambos se encaminaron hacia la parte posterior del vehículo. Víctor introdujo la llave y abrió el cofre. El policía, entonces, ayudado por su linterna empezó a revisar. Al fondo se podía oír el sonido del intercomunicador del patrullero.
— ¿Qué lleva en ese paquete, se puede saber?, preguntó el oficial refiriéndose al cadáver de María envuelto en el plástico.
Víctor, sacando entonces fuerzas de flaqueza, contestó: —Un cadáver oficial, ¿porqué no abre y lo revisa?, aún debe estar tibio. El policía le miró desconcertado—¿Se esta Ud. burlando de mi?, añadió un poco molesto. Víctor sonrío, luego dándole una palmada en el hombro del oficial le dijo que era una broma.
—Está bien, tome su brevete y otro día no se haga el chistoso, replicó el policía poniendo fin a la revisión del carro. Una vez que Víctor se sentó frente al volante, pudo respirar aliviado. A pesar de todo se sintió un hombre con suerte aquella noche. Apretó el acelerador a fondo y volvió a tomar la autopista.
Estuvo viajando durante casi media hora. Las únicas luces que veía eran las de alguno que otro vehículo que se cruzaba con él en la carretera. Miró EL reloj en el panel del auto y observó que marcaba las 9 y 30. «Debo estar ya lo suficientemente lejos», pensó. En ese momento dio un giro al timón y se internó por una de esas pampas oscuras y silenciosas. «En medio de esos médanos de arena, quien podría encontrar el cadáver», se decía a si mismo. Se detuvo entonces, antes de irse muy adentro, pues temió que las llantas del carro se atasquen en la arena.
Bajó, abrió el cofre y levantó el cadáver de la muchacha que ya, para ese momento había empezado a ponerse rígido debido al rigor mortis. Debajo del cadáver había colocado una lampa, con la cual se puso a excavar.
Excavó durante un par de horas hasta que, ya exhausto, se detuvo. Iluminó con la linterna y vio que el hoyo estaba lo suficientemente profundo.. Entonces metió allí el cuerpo y empezó a cubrirlo rápidamente.
Una vez concluido el trabajo, guardó las herramientas y subió de nuevo al coche poniéndose en marcha y retomando la carretera en dirección contraria con destino a su casa.
Todo había salido hasta ese momento de manera precisa. Ya no hubo contratiempos en su viaje de regreso. Cuando llegó de nuevo a la residencia, observó que las luces del frontis lucían encendidas y él no recordaba haberlas prendido.
Activó el portón electrónico y se dirigió directamente al garaje. En ese momento se dio cuenta que estaba estacionado el coche d su mujer. «¡Vaya, con que viniste a terminar tu trabajo», se dijo para si, al tiempo que descendía del vehículo y se dirigió a la casa.
Cuando entró en la sala, se encontró con su ex mujer y el abogado de ésta.
— ¡Caramba, pero que grata sorpresa!—, exclamó Víctor con una sonrisa socarrona.
—Aquí pues, esperándote. ¿Dónde andabas que vienes hecho un asco?—preguntó la mujer dando a sus palabras una cierta entonación maliciosa.
Víctor esforzó una sonrisa como réplica, luego encogiéndose de hombros, contestó que estuvo cambiando una llanta a su vehículo porque se le averió en el camino, además—añadió—, ya no tenía porqué darle explicación alguna de sus actos, pues estaban divorciados.
Entonces, la mujer frunciendo el seño y haciéndose la distraída, preguntó por María.
—¿Qué, aún no regresa?, preguntó Víctor fingiendo sorpresa.
El abogado, que había permanecido callado hasta ese momento, intervino entonces.
—Sr. Heredia, el propósito de nuestra visita es el de pedirle por favor, que nos haga entrega de los documentos de la casa de playa para finiquitar el traspaso de los bienes a nombre de mi patrocinada.
—¡Caramba, vaya con la ocurrencia de ustedes!, exclamo en forma burlona Víctor, para luego añadir: ¿No le parece una insolencia venir a estas horas de la noche a pedirme algo que perfectamente podrían haberlo hecho el día de mañana, como toda persona normal lo hubiera hecho?—. El abogado intentó responder, pero fue cortado por la mujer quien, en tono enérgico y desafiante, espetó a su ex marido.
—Te advierto Víctor que esta casa todavía sigue siendo tuya como mía, por lo que puedo venir aquí a la hora y el día que se me de mi reverenda gana.
—¿Estás segura de lo que dices cariño?, respondió él en tono burlón, luego, mirando al abogado le dijo:—Dígale Doctor, porque si yo lo hago, de repente va a creer que le estoy mintiendo.
—Efectivamente Señora, dijo el abogadillo de marras, muy a su pesar, Su ex esposo tiene toda la razón. Esta casa ya no le pertenece. La mujer le miró con rabia, luego levantándose violentamente del sofá como impulsada por un resorte, levantó el puño en tono amenazante.
Víctor Heredia, sentado en uno de los sillones le miraba sonriente, triunfante, consciente de que tenía el poder en sus manos.
—Mañana a primera hora quiero esos papeles—, fue lo último que dijo la mujer antes de retirarse de la casa con su abogado, dando un portazo. Víctor la siguió hasta la entrada del garaje y desde allí, cuando ellos abordaban su coche, les gritó:
— ¡Siento mucho que las cosas no les hayan ido tan bien como esperaban!—. Si le oyeron o no, nunca supo la respuesta, porque el auto arrancó con furia y aceleró hasta detenerse un momento ante la puerta levadiza, para seguir luego, raudamente su camino. Al irse, Víctor regresó silbando a la casa. Decidió entonces irse a dar un buen baño y luego comer algo, porque ahora si sentía que le rechinaban los intestinos de hambre.
Una vez que se dio un buen duchazo, se fue a la cocina y abrió el refrigerador. No había mas que leche, cerveza y mantequilla, pero estimó que era suficiente. Luego, cogió un par de galletas de la alacena y se dirigió a la sala. En ese momento se percató de una nota que había dejado María, al parecer la noche anterior y en la que le pedía que por favor llamara al electricista porque la caja de fusibles de las luces del patio parecía haberse dañado. Víctor se encogió de hombros y estrujando la nota la arrojó al basurero
Se sentó en el sofá cama y encendió el televisor, un enorme aparato con pantalla de plasma de más de 60 pulgadas. Mientras se preparaba a cenar las galletas untadas con mantequilla, sintió unos pasos provenientes del interior de la casa. Era su perro Dogo. Él lo llamó y éste se sentó casi a su lado. Víctor buscaba entre los canales disponibles en el cable, alguno que le pareciera interesante. Estiró su mano mientras tanto alcanzándole una galleta a su perro, pero éste no se la acepto, sólo la olisqueó, emitiendo por el contrario un leve rugido.
Fue entonces que volteó a mirarle con curiosidad. El perro estaba ante él, sentado, mirándole fijamente. Jadeaba bastante, tanto que tenía la lengua afuera, mientras las gotas de saliva caían sobre la alfombra.
—¿Qué te ocurre, estás enfermo?, le interpeló y acto seguido le dio la orden de que se retire. Pero el perro seguía en su sitio, inconmovible. Víctor se sorprendió porque, por lo general, el perro siempre había sido obediente a sus mandatos. Víctor volvió a exigirle que se vaya, pero esta vez el perro le contestó con un rugido.
En ese momento, Víctor dejo a un lado el control del televisor. Una alarma, muy profunda en su subconsciente se había activado poniéndole en una tensa condición. Los ojos del perro parecían despedir llamaradas de fuego. Un brillo extraño había en las pupilas del animal, un brillo que nunca recordaba haber visto. Lentamente, se fue alejando, deslizándose en el sofá, pero el perro seguía mirándole como si estuviera midiendo cada uno de sus movimientos. En ese instante, recordó la nota de la cocina. Las luces no fueron desactivas adrede y tampoco hubo trampa alguna en torno a la muerte de la chica. Simplemente el perro la había matado. La verdad iluminó la mente de Víctor Heredia con una contundencia total. Pero a la vez, esa misma respuesta significaba algo mucho peor, pues se dio cuenta que él era el próximo en ser atacado. No cabía duda, el perro era el asesino.
Al momento que Víctor llegaba a estas conclusiones, el animal empezó a ladrarle, como si quisiera advertirle que no se mueva, pero Víctor Heredia, no se iba a quedar allí, impávido, esperando la muerte. Saltó del sofá y buscó refugiarse en el hall, corriendo una pequeña mampara de vidrio, pero Dogo fue más rápido que él. Corrió y de un salto ya estuvo en la otra habitación. Entonces Víctor, frente al can tuvo la última revelación que su razonamiento pudo brindarle:«Ese no era su perro, su perro jamás hubiera actuado así. Sin duda, que el verdadero impostor era él y no su mujer... ». No pudo concluir el pensamiento, pues cuando menos lo esperó, ya tenía sobre si al enorme perro buscándole la yugular. No pudo hacer mucho. Por más que lucho, todo fue inútil. La bestia volvió a ganar y don Víctor Heredia terminó sus días, con la mirada fija en el alto techo de su enorme residencia. Quizás, lo último que pudo habérsele venido a la mente era la triste ironía de haberse divorciado y muerto, en un mismo día.


FIN




Como de Costumbre


Despertó a la ocho, como de costumbre,
se metió en la ducha, se lavó los dientes
y en su viejo traje, como de costumbre
salió de su casa a las ocho y veinte.

Empujó en el Metro, como de costumbre;
unos van arriba y otros por debajo
y a las nueve en punto, como de costumbre,
dio los ""buenos días"" y entró a su trabajo.

La oficina fría, como de costumbre,
los mismos papeles, los mismos problemas,
los mismos colegas, como de costumbre,
con el mismo horario y los mismos temas.

Todo es de rutina, como de costumbre,
todo es una larga planilla de hastío,
se estiran las horas, como de costumbre,
habitando todas un reloj vacío.

Regresó a su casa, como de costumbre.
Encendió la tele y esperó la cena.
Se comió en silencio, como de costumbre,
en la noche mala y en la noche buena.

Despidió a los niños, como de costumbre,
y se quedó sólo, viendo un melodrama,
ella ya dormía, como de costumbre,
cuando finalmente se metió en la cama.

La tocó en el hombro, como de costumbre
y ella resignada se entregó enseguida,
luego dio la espalda, como de costumbre,
abrazó la almohada y se quedó dormida.

Todo es de rutina, como de costumbre,
todo es una larga cadena de hastíos,
se estiran las ansias, como de costumbre,
habitando todas un mundo vacío.

Despertó a las nueve, como de costumbre,
todos los domingos de su calendario
y se fue de campo, como de costumbre,
él con la familia en el utilitario.

Siempre al mismo sitio, como de costumbre,
almorzó barato en un merendero
y a eso de las cinco, como de costumbre,
se sumó al regreso de los domingueros.

Uno atrás del otro, como de costumbre...
Uno atrás del otro en la caravana
a vuelta de rueda, como de costumbre,
repetida historia de cada semana.

Todo es de rutina, como de costumbre.
Todo es una larga cadena de hastío,
se estiran los días, como de costumbre,
habitando todos un tiempo vacío.

Despertó a las ocho, como de costumbre,
se metió en la ducha, se lavó los dientes
y en su viejo cuerpo, como de costumbre,

salió de su casa a las ocho y....siempre.


Por ALBERTO CORTEZ

Ditirambo

Si probares el salobre albur que he aprendido
Después de haber sido confuso símbolo de tu Río.
Si vieras que en esta cabeza, los anillos del amor
Se han sumado al anverso, aquel tras la memoria.
Que ya no tengo estrellas —marchósen a mi sepulcro, todas—.
Que ya no tengo sueños, ni asteriscos para los sueños….
Que ya no asestaré el otro golpe, el que esperas…
Si probares mi mortalidad, aquí afuera, en el puño del mundo,
Dirías que tu épica victoria, es sólo un punto,
Una fórmula, rala y difunta que colgó noviembre en tus sílabas.
Dirías entonces, lo vano de tu Pira, lo vano de tu Montaña.
Te sentirás huérfano entonces, vocales arriba, subiendo hacia el alba
Donde suelen morar las únicas cosas tristes creadas por tu último sueño.

La realidad del Aprendiz de Literato en la actualidad


El pretender ser literato es una tarea compleja, la misma que constituye un verdadero reto personal. La dinámica del mundo moderno, exigente en cuanto a disponiibilidad y rentabilidad, nos ha convertido en verdaderas máquinas generadoras de bienes económicos, deshumanizando al hombre, alterando su esencia y castrando sus sueños e ideas.

El ser escritor en tiempos como estos, es pues, un verdadero ejercicio masoquista, sobre todo para aquel que no llega a acceder nunca a la "gran repartija", privilegio sólo de un selecto grupo de literatos, algunos de los cuales poseen una dudosa calidad, pero si gran efectividad en el terreno del marketing.

Por otro lado, se hace cada vez más evidente una decadencia en la propia calidad del narrador. Y en ello estamos todos, incluyendo los aprendices como el que redacta estas líneas, incurso. Y es que se evidencia también que nuestra sociedad, cada vez menos lectora y más consumidora de imágenes, una menor crítica al respecto. Se exige menos cada vez y, por ende, se le otorga menos. Los léxicos de las personas comunes y corrientes se han deprimido catastróficamente. Estamos retornando inclusive, a usar cada vez más los gestos y símbolos audiovisuales, en sustitución del lenguaje oral y escrito. Ese primitivismo de la masa, influye determinantemente en la calidad del arte que se consume y la literatura desgraciadamente es la más afectada.

Lo más triste es que se pretende encubrir esa decadencia intelectual, con clikchets como aquel que preconiza cierto escritor peruano de renombrado nombre, referiéndose a la literatura tradicional, clásica o de compromiso social como: "anacronismo literario" o "anacronismos de estilo", ofreciéndonos en su lugar una literatura vulgar, ciertamente pornográfica con tendeencias pedófilas como aquel mamarracho llamado "Elogio de la madrastra" o "la Tía Julia y el Escribidor", obras en donde sólo la erotización del argumento atrapa lectores e incita su compra masiva.

Ser escritor , a mi enteder, es cambiar constantemente de camino, hacia un resplandor que es otra vez buscar nuevas formas de trazar un territorio, pero que no implique la transgresión de formas, principios y valores elementales que han dado consistencia a la literatura durante toda su historia. tampoco quiero decir con esto que nos convirtamos en entes conservadores de modelos o estilos, pues lo que se trata de hacer una constante renovación, pero encausados dentro de una verdadera calidad y no, de una pseudo calidad que sólo puede engañar a aquellos queestán desprevenidos. Para mí, para cualquiera que quisiera ser escritor, el ideal adecuado sería alcanzar la perfección que nos permita releer el pasado, darle formas precisas y narrar, en grande, sin cortarse, exigiendo a cada párrafo más y más cada vez hasta completar una historia digna de ser entregada al lector.